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25 de Agosto: San Ginés, el comediante que llegó a los altares

Era un comediante pagano. Hoy diríamos que Ginés fue actor de teatro.
Cuidaba, en efecto, de las diversiones del emperador Diocleciano. Casualmente, pudo asistir, sin ser visto, a una administración del Bautismo que los cristianos conferían a sus catecúmenos, a pesar de la fuerza pública y de las leyes prohibitivas del Estado.
Pensando que su parodia agradaría al César y a los magnates de la corte, se fingió enfermo y llamó a dos colegas en el oficio para que simulasen una administración bautismal.

Lo cierto es que, mientras sus compañeros se burlaban de lo lindo, tocado él de la Gracia, siguió con gran devoción las distintas ceremonias hasta que terminaron y recibió el verdadero Bautismo de Jesucristo. Le vistieron luego, según era costumbre cristiana en los primeros siglos, con blancas vestiduras.
Para continuar la burla, el Emperador y los que le asistían, satisfechos por la seriedad que creían aparente, mandaron traer un ídolo de Venus. Indicaron a Ginés que lo adorase o se preparase para los tormentos —todo esto en broma—, pero él se incorporó del lecho en que, milagrosamente, se había despojado de su enfermedad espiritual y, de pie, se dirigió al Emperador en estos términos:

«Oídme, Emperador, y todos cuantos estáis aquí, oficiales del ejército, filósofos, senadores y pueblo, lo que voy a decir. Jamás pude ni aun oír el nombre de cristiano, antes me llenaba de horror al escucharlo, y detestaba a mis propios parientes porque profesaban aquella Religión. Procuré con vana curiosidad ver los misterios de los cristianos para que, en público, imitándolos, moviese al pueblo a risa; mas al tiempo que yo pedí el Bautismo, dentro de mí mismo sentí un remordimiento de conciencia acerca de mi vida, gastada toda en maldades; tanto, que me provocó a dolerme y a tener pesar por haber sido malo. Al tiempo que quisieron echar el agua sobre mi cabeza y me preguntaron si creía lo que los cristianos creen, levantando los ojos al cielo, vi una mano que bajaba sobre mí, y vi ángeles con rostros de fuego que de un libro recitaban todos los pecados de mi vida. Me dijeron que sería limpio de ellos si recibiese el agua purificadora. Así lo deseé. Luego que cayó sobre mí el agua bautismal, vi la escritura del libro borrada sin que ni quedase señal alguna de letras. Mira, pues, Emperador, y todos vosotros romanos, lo que es justo que haga: pretendí agradar al Emperador de la tierra y hallé gracia con el Emperador del Cielo; procuré causar risa en los hombres y causé alegría en los ángeles. Por tanto, confieso desde hoy a Jesucristo por verdadero Dios y os exhorto a todos que hagáis lo propio para salir de las tinieblas de que yo he salido».

El emperador Diocleciano, airado en gran manera, mandó encarcelarle. Al día siguiente fue atormentado: le rasgaron los costados con uñas de hierro y le aplicaron luego hachas encendidas.

El Mártir sufrió con gran confianza estos tormentos, hasta que el verdugo le cortó la cabeza y durmió así pacíficamente en el Señor.

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